En su homilía, el Pontífice pidió a América Latina defender “a nuestros pueblos de una colonización ideológica que cancela lo más rico de ellos, sean indígenas, afroamericanos, mestizos, campesinos, o suburbanos”.
El Papa dijo:
Isabel la mujer estéril, con todo lo que esto implicaba para la mentalidad religiosa de su época, que consideraba la esterilidad como un castigo divino fruto del propio pecado o el del esposo. Un signo de vergüenza llevado en la propia carne o por considerarse culpable de un pecado que no cometió o por sentirse poca cosa al no estar a la altura de lo que se esperaba de ella. Y en este contexto brota el canto de Isabel en forma de pregunta: «¿Quién soy yo para que la madre de mi Señor venga a visitarme?».
Así podemos vislumbrarlo en el indiecito Juan Diego cuando le dice a María, «yo en verdad no valgo nada, soy mecapal, soy cacaxtle, soy cola, soy ala, sometido a hombros y a cargo ajeno, no es mi paradero ni mi paso allá donde te dignas enviarme».
Así también este sentimiento puede estar en nuestras comunidades:
- indígenas y afroamericanas, que, en muchas ocasiones, no son tratadas con dignidad e igualdad de condiciones;
- en muchas mujeres, que son excluidas en razón de su sexo, raza o situación socioeconómica;
- jóvenes, que reciben una educación de baja calidad y no tienen oportunidades de progresar en sus estudios ni de entrar en el mercado del trabajo para desarrollarse y constituir una familia;
- muchos pobres, desempleados, migrantes, desplazados, campesinos sin tierra, quienes buscan sobrevivir en la economía informal;
- niños y niñas sometidos a la prostitución infantil, ligada muchas veces al turismo sexual.
Y junto a Isabel, la mujer estéril, contemplamos a Isabel la mujer fecunda-asombrada.
Es ella la primera en reconocer y bendecir a María. Es ella la que en la vejez experimentó en su propia vida, en su carne, el cumplimiento de la promesa hecha por Dios.
En ella, entendemos que el sueño de Dios no es ni será la esterilidad ni estigmatizar o llenar de vergüenza a sus hijos, sino hacer brotar en ellos y de ellos un canto de bendición.
De igual manera lo vemos en Juan Diego. Fue precisamente él, y no otro, quien lleva en su tilma la imagen de la Virgen: la Virgen de piel morena y rostro mestizo, sostenida por un ángel con alas de quetzal, pelícano y guacamayo; la madre capaz de tomar los rasgos de sus hijos para hacerlos sentir parte de su bendición.
Queridos hermanos, en medio de esta dialéctica de fecundidad–esterilidad miremos la riqueza y la diversidad cultural de nuestros pueblos de América Latina. Ella es signo de la gran riqueza que somos invitados no sólo a cultivar sino a defender valientemente de todo intento homogeneizador que termina imponiendo — bajo slogans atrayentes — una única manera de pensar, de ser, de sentir, de vivir, que termina haciendo inválido o estéril todo lo heredado de nuestros mayores; que termina haciendo sentir, especialmente a nuestros jóvenes, poca cosa por pertenecer a tal o cual cultura. En definitiva, nuestra fecundidad nos exige defender a nuestros pueblos de una colonización ideológica que cancela lo más rico de ellos, sean indígenas, afroamericanos, mestizos, campesinos, o suburbanos.
La Madre de Dios es figura de la Iglesia y de ella queremos aprender a ser Iglesia con rostro mestizo, con rostro indígena, rostro afroamericano, rostro campesino, rostro cola, ala, cacaxtle. Rostro pobre, de desempleado, de niño y niña, anciano y joven para que nadie se sienta estéril ni infecundo, para que nadie se sienta avergonzado o poca cosa. Sino, al contrario, para que cada uno al igual que Isabel y Juan Diego pueda sentirse portador de una promesa, de una esperanza y pueda decir desde sus entrañas: «¡Abba!, ¡Padre!» desde el misterio de esa filiación que, sin cancelar los rasgos de cada uno, nos universaliza constituyéndonos pueblo.
¡María, María! Bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.
p. Roberto María Showers Arreazola OFM Conv.
12 de dec. 2017